Hace miles de años, el hombre decidió bajar del árbol, aquí en África.
El hombre, entonces, estaba descalzo y tenía contacto con el suelo y con la naturaleza, nada le cubría la cabeza, tenía contacto con el cielo y entendía las tormentas, las lluvias, el frío y el calor. Pero un día, un hijo de estos hombres decidió que quería algo más y decidió marchar hacia el norte, hasta que encontró de frente el desierto y para cruzarlo, tuvo que ponerse zapatos. Los zapatos se los puso porque la arena le quemaba y necesitaba zapatos para caminar en ese terreno. Ese hombre consiguió atravesar el desierto y llegó al mar; cruzó el mar en un barco y subió al norte donde hacía frío. Necesitó cubrirse la cabeza y se puso un sombrero para no pasar frío. Pero ese sombrero hizo que el hombre ya no supiera cuándo llovía, cuándo hacía calor y cuándo hacía frío, porque siempre con el sombrero para él era lo mismo. Como el hombre había perdido el contacto con la naturaleza, al tener zapatos ya no tocaba el suelo ni lo sentía, al tener sombrero ya no sentía el cielo, ni lo que ocurría allí arriba. Empezó simplemente a pensar en sí mismo. Esto ocurrió hace miles de años y durante miles de años, este hombre que ha estado pensando simplemente en sí mismo, ha acumulado riquezas materiales, se ha olvidado de la naturaleza, de conservar la naturaleza, de respetar la naturaleza, de entender la naturaleza. El pensar en uno mismo nada más produce una profunda tristeza. Nosotros somos los hijos de los hijos de los hijos de aquellos hombres que dejaron África un día y se fueron hacia el norte. Y nos preguntamos por qué estamos tan tristes. Para encontrar la respuesta queremos volver a las raíces. Queremos preguntaros qué es aquello que hemos perdido y tanto echamos de menos. Nosotros venimos de África. Todos los hombres que hay en este planeta vienen de África.
El hombre, entonces, estaba descalzo y tenía contacto con el suelo y con la naturaleza, nada le cubría la cabeza, tenía contacto con el cielo y entendía las tormentas, las lluvias, el frío y el calor. Pero un día, un hijo de estos hombres decidió que quería algo más y decidió marchar hacia el norte, hasta que encontró de frente el desierto y para cruzarlo, tuvo que ponerse zapatos. Los zapatos se los puso porque la arena le quemaba y necesitaba zapatos para caminar en ese terreno. Ese hombre consiguió atravesar el desierto y llegó al mar; cruzó el mar en un barco y subió al norte donde hacía frío. Necesitó cubrirse la cabeza y se puso un sombrero para no pasar frío. Pero ese sombrero hizo que el hombre ya no supiera cuándo llovía, cuándo hacía calor y cuándo hacía frío, porque siempre con el sombrero para él era lo mismo. Como el hombre había perdido el contacto con la naturaleza, al tener zapatos ya no tocaba el suelo ni lo sentía, al tener sombrero ya no sentía el cielo, ni lo que ocurría allí arriba. Empezó simplemente a pensar en sí mismo. Esto ocurrió hace miles de años y durante miles de años, este hombre que ha estado pensando simplemente en sí mismo, ha acumulado riquezas materiales, se ha olvidado de la naturaleza, de conservar la naturaleza, de respetar la naturaleza, de entender la naturaleza. El pensar en uno mismo nada más produce una profunda tristeza. Nosotros somos los hijos de los hijos de los hijos de aquellos hombres que dejaron África un día y se fueron hacia el norte. Y nos preguntamos por qué estamos tan tristes. Para encontrar la respuesta queremos volver a las raíces. Queremos preguntaros qué es aquello que hemos perdido y tanto echamos de menos. Nosotros venimos de África. Todos los hombres que hay en este planeta vienen de África.
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